9.4.05

XXII

Faltaban tres minutos para el descanso cuando de repente el colosal cuerpo del marcador electrónico de cuatro caras y cinco toneladas, cayó desde el techo del pabellón al mismísimo centro de la pista a una velocidad que nadie habría podido concebir más endiablada. Al estruendo del impacto y la violenta sacudida del recinto sucedió el súbito silencio de todos los presentes, congelados en un instante eterno de pánico. El gigantesco mecanismo había hundido parte del fuselaje en el parqué, cuyo contorno se abría levantado en azarosas láminas que amenazaban como enormes cristales. Los jugadores habían salido despavoridos en dirección a una de las canastas, en torno a la que permanecían detenidos. Verlos allí agrupados multiplicaba la impresión de ser los únicos miembros de la multitud en vestir de corto. Y quizá fuera ésta la razón que animaba estúpidamente a contarlos. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve... nueve... nueve... Solo nueve. No había modo de encontrar al décimo.