14.3.05

V

No exagero si confieso que pasé buena parte de mi niñez, juventud y postrimerías, encerrado en una pequeña sala con la sola compañía de una pantalla que me hacía escapar de la vida, y el silencio de una mujer que me la había dado. Esa mujer era la madre de mi madre, la única que conocí, y ya muy mayor, achacosa y casi inmóvil en aquel sillón del que dolorosa parte formaba, compartió conmigo innumerables veladas de esta enfermedad que por algún extraño motivo un día contraje. Dudo que aquella mujer entendiera una sola imagen, qué sentido guardaban, cómo era posible que unas personas volaran y otras, como ella, agotaran su vida postradas. Y sin embargo, tan seguro estoy como que escribo esto que ninguna anciana presenció nunca más baloncesto que ella. Si yo repetía mil veces una sola imagen ella también lo hacía. Pobre mujer. En cuántos de aquellos hondos suspiros no reparé jamás y, ahora lo sé, el inmenso significado que encerraban. Cuántas veces, al girar la cabeza, delataba su mirada serena clavada en mí mientras yo solo lo hacía al frente. Debo, quiero entender que su felicidad residía entonces en mi sola y espectral compañía.

Por eso, al recordarla, no puedo evitar un reproche infinito por haber desperdiciado así su admirable presencia, la más tierna y dulce de que gozaré jamás.

Nunca te olvidaré, abuela mía. Y si pudiera remontar mi vida habría cambiado todo por dedicarte cada segundo de aquellos días que ya, maldita sea, ya nunca volverán.