11.4.05

XXV

Tuve una pesadilla. Soñé con una mano. Con una mano cortada. Yacía muerta en el suelo. Y allí vació enseguida su sangre, desnudando con crudeza a la vista parte del hueso y hebras informes de carne. La mano pertenecía al más desdichado jugador. Un valiente que se atrevió a interponerla entre el aro y uno de esos salvajes mates que no pueden, que no deben ser detenidos. No lo vi. Nadie lo hizo. Pero luego del fugaz forcejeo en el cielo, el matador ganó la partida y el aro actuó de navaja de tan trágica forma que mano y balón se confundieron en la entrada. Los gritos de espanto mediaron casi al instante, cuando la víctima fue advertida por otros de la gravísima pérdida. Ni lo había advertido y acudía inocente a recoger el balón. Entonces sí, presa menos del dolor que del horror, el jugador cayó desmayado. Y yo desperté. La visión de aquel absurdo brazo pudo conmigo.

Aprendí a apreciar mejor el valor de algunos jugadores, el valor de un tapón en esas condiciones y cómo el profundo fragor del juego es capaz de indultar el dolor. Qué cerca creemos ver a los jugadores y qué remotos nos son en realidad.