21.3.05

VIII

Por qué no reparar unos segundos en los salvajes arrebatos que alguna vez suceden al mate en pleno fragor del juego, en la insondable naturaleza de esas atroces reacciones. ¡Observad a esas bestias!
Durante la imperceptible fugacidad de un instante, que arranca al besar los pies el suelo, acontece en el cuerpo un fenómeno de prodigiosa intensidad y cabría creer que sobrenatural. Todo sucede muy rápido: los nervios se encienden, los músculos se tensan, el corazón dispara la sangre a saciar la brutal hinchazón de las venas, la temperatura aumenta y la piel enrojece, estalla la adrenalina, la amígdala secuestra el cerebro, la mente desaparece y con ella el tiempo; se diluye el alma y el Sapiens deja de serlo.

Es como si el organismo se multiplicara a tal extremo que una barra de acero que lo golpeara quebraría como un madero seco. La energía desatada en ese lapso infinitesimal habría de poder iluminar una urbe gigantesca como un fogonazo irreal y no es otra la razón de que la boca brame desencajada que rebasar esa fuerza infinita el ridículo continente del cuerpo. Sugerir que el hombre deviene entonces en alimaña es decir muy poco. Durante ese cósmico pulso el hombre trasciende la realidad. De ahí su brevísima duración, la única posibilidad de un estado que no pertenece a esta vida.

Debería maravillar saber que el baloncesto desencadena ese milagro, el milagro de alcanzar el hombre por un instante como un nirvana de fuego.