15.4.05
11.4.05
XXV
Tuve una pesadilla. Soñé con una mano. Con una mano cortada. Yacía muerta en el suelo. Y allí vació enseguida su sangre, desnudando con crudeza a la vista parte del hueso y hebras informes de carne. La mano pertenecía al más desdichado jugador. Un valiente que se atrevió a interponerla entre el aro y uno de esos salvajes mates que no pueden, que no deben ser detenidos. No lo vi. Nadie lo hizo. Pero luego del fugaz forcejeo en el cielo, el matador ganó la partida y el aro actuó de navaja de tan trágica forma que mano y balón se confundieron en la entrada. Los gritos de espanto mediaron casi al instante, cuando la víctima fue advertida por otros de la gravísima pérdida. Ni lo había advertido y acudía inocente a recoger el balón. Entonces sí, presa menos del dolor que del horror, el jugador cayó desmayado. Y yo desperté. La visión de aquel absurdo brazo pudo conmigo.
Aprendí a apreciar mejor el valor de algunos jugadores, el valor de un tapón en esas condiciones y cómo el profundo fragor del juego es capaz de indultar el dolor. Qué cerca creemos ver a los jugadores y qué remotos nos son en realidad.
XXIV
Una franquicia deja atrás su infancia cuando su público protesta más que celebra, con razón o sin ella.
10.4.05
XXIII
En la numerología deportiva universal el 23 es
propiedad de un nombre. Y es más fácil que un camello atraviese el ojo de una
aguja a que algún día la pierda.
9.4.05
XXII
Faltaban tres minutos para el descanso cuando de repente el colosal cuerpo del marcador electrónico de cuatro caras y cinco toneladas, cayó desde el techo del pabellón al mismísimo centro de la pista a una velocidad que nadie habría podido concebir más endiablada. Al estruendo del impacto y la violenta sacudida del recinto sucedió el súbito silencio de todos los presentes, congelados en un instante eterno de pánico. El gigantesco mecanismo había hundido parte del fuselaje en el parqué, cuyo contorno se abría levantado en azarosas láminas que amenazaban como enormes cristales. Los jugadores habían salido despavoridos en dirección a una de las canastas, en torno a la que permanecían detenidos. Verlos allí agrupados multiplicaba la impresión de ser los únicos miembros de la multitud en vestir de corto. Y quizá fuera ésta la razón que animaba estúpidamente a contarlos. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho, nueve... nueve... nueve... Solo nueve. No había modo de encontrar al décimo.
8.4.05
XX
No es fácil levantar el ánimo tras una gran derrota. Tal vez alguien debiera recordar a ese jugador abatido lo que aún podrá ganar o lo mucho que está ganando. Este último caso sería además el único donde hablar de dinero en el deporte no resultaría estúpido.
7.4.05
XIX
Cuando ese atlético jovencito
siente alcanzar el cielo a cada nuevo mate y nada desea más que seguir
haciéndolo, comete una gran ingenuidad: creer que el mate reúne a la vez todo
aquello que el mate no es.
3.4.05
XVIII
Hay canasta. Y su autor recula a defender. O a cumplir una
tarea más próxima. Pero en un primer instante todo lo hará aprisa, urgente,
ciego. Se trata de un automatismo común a todo jugador de origen menos técnico
que psíquico. Ser el fulgurante centro de atención obra en la mente como la
llama en la mano, como un reflejo condicionado que atrae y repele a un tiempo el protagonismo.